martes, 11 de agosto de 2015

Hasta que me quedé sin lágrimas

por Alicia Lasala

Mis años de secundario fueron una preparación para saber cómo funcionaba el mundo, la vida en el afuera.
Cuando decidieron que educación darnos, mi hermana Graciela comenzaba la primaria y yo estaba por nacer. Eligieron lo mejor según el criterio de mi madre, seguramente. Enviarnos a una escuela privada y católica.
El problema surgió cuando fuimos dos. Ya no estaba en nuestras posibilidades pagar dos matrículas. Las monjas le habían tomado tanto aprecio a Graciela por sus calificaciones y su conducta ejemplar, que decidieron darle una beca.
Así ingresé a un mundo que no era el mío. De niñas que vivían un realidad totalmente opuesta a la mía.
Con los años, las diferencias se sentían más y dolían. Era extraño estar en un grupo y sentir que uno nunca iba a pertenecer a él. No había forma de entrar. Un ritmo que no se podía seguir.
Cuando empezaron las fiestas de quince, estábamos las que no podíamos festejar  en grupo minúsculo y las que festejaban en grandes salones invitando a todo el curso.
Viviana llevaba organizando la fiesta desde principios de año. El evento fue en agosto.
Yo no tenía ropa para ir y tampoco se me hubiera ocurrido pedir que me compren.
Pero mis amigas insistieron en que ellas me prestaban.
Conseguí un pantalón color natural con una casaca de broderi negro que me quedaba como si lo hubieran hecho a medida.
Llegue a casa contenta diciéndole a mi mama que ya tenía ropa para ir a la fiesta.
Ella se indignó y dijo terminante que no iría y menos que menos con ropa prestada.
Yo empecé a llorar porque no entendía pero no se conmovía. Al contrario, cada vez se mostraba más firme.
Lloré hasta que me quedé sin lágrimas. Todas las tardes cuando venía del colegio renovaba la esperanza de que hubiera cambiado de opinión. Pero ante la negativa, lloraba de rabia, sintiéndome víctima de una injusticia.
Mi padre, que debería estar como yo pero por dentro, debe haber hecho un trabajo paciente y fino con mi madre porque el día antes me dieron permiso.
Fui a la casa de mi amiga, me vistieron con la ropa de Cristina, su hermana mayor. Cristina nos peinó, trabajó sobre mi cara porque mis ojos que siempre fueron grandes, estaban hinchados y demacrados a pesar de la frescura que emanaba de mi juventud.
Recuerdo como si fuera hoy la alegría de los preparativos y el cariño con que esa hermana nos ayudó.
Nunca entendí porque mi madre me hizo padecer durante dos semanas.
Después de todo era ella la que me había introducido en ese mundo de diferencias.
Ahora, mirando con los años, revisando, creo que se me fue ese sentimiento de injusticia y lo pude reemplazar por pensar que tal vez ella tenía un sentido elevado de dignidad. Éramos lo que éramos. Un hogar humilde. No había porque mostrar otra cosa.
Sin saberlo yo ni ella, es muy probable que me quedara tan adentro ese dolor de no entender,  que me sirvió, inconscientemente, para saber cómo pararme para siempre en la vida.
Soy esta que soy, orgullosa de donde vengo. Humildemente, también orgullosa de los caminos que he ido sorteando y eligiendo para vivir y que le he podido transmitir como único valor a mi  hijo Francisco.
Lágrimas, fiesta de quince, un si arrancado al no darme por vencida.
Podría decirse que en esta frase se resume un poco la esencia de la vida.

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