martes, 11 de agosto de 2015

La jaula de cristal

por Alicia Lasala

Analí tenía veintiocho años y llevaba en sus espaldas una vida en la que nada le había resultado sencillo. La relación con sus padres siempre estuvo teñida de sinsabores, falta de comprensión y diálogo y un gran desinterés por parte de ellos de saber quién era ella. Cuáles eran sus sueños, sus deseos, sus necesidades. 
Tenían para Anali un proyecto de vida muy corto. Reducido. Pero ella siempre quiso saber qué mundo había fuera del que parecía, según sus padres, sin oportunidades. 
Cuando intentaba decirles que deseaba seguir estudiando literatura, ellos le decían que esa era una carrera inútil. Que de un millón llegaba uno a vivir de esa elección. Pero para eso había que tener un talento que no tenía. 
Ella buscaba siempre dentro de lo creativo y todo tenía el mismo final.
No iba a recibir apoyo ni económico ni emocional. Eran terminantes. De un hogar de condición humilde no se sale, no había otra alternativa que seguir los mismos pasos.
La justificación era que pensaban en su futuro. Un futuro de sacrificio, pero estable.
A los veintitrés, después de vivir una relación amorosa de cinco años, donde el amor estaba totalmente desvirtuado, cansada de sufrir engaños, maltratos, encierro, celos y discusiones cada vez más violentas se miró al espejo y vio en ese rostro la figura ajada de su madre.
Al día siguiente se levantó, puso en una valija de su poca ropa la que estaba en mejores condiciones. Saco un boleto de tren de Tucumán a Buenos Aires. 
No le dio aviso a la patrona de la casa donde trabajaba y de su familia se despido con una nota breve. Más que nada para que no la buscaran, pensando en sus hermanitos. La despedida fue sencilla, sin emociones. 
Se alojó en una pensión y salió a buscar trabajo. Consiguió de camarera en un restaurant de Recoleta. Ella sabía que tenía que ser en un lugar donde consiguiera buenas propinas. 
Anali era delgada, alta, su piel morena ayudaba a resaltar una mirada color miel que según el día se volvía verde oliva. A veces gris. Era imposible que pasara desapercibida. Su andar despreocupado pero firme, balanceaba delicadas curvas. Se lucia en ese comedor elegante y empezó a descubrirse y darse cuenta de que era el centro de casi todas las miradas.
En ese lugar, conoció a un arquitecto, que mantenía reuniones de trabajo casi a diario entre cenas y sobremesas.
El impacto fue mutuo. A lo largo de tres semanas su cabeza ya estaba completamente invadida por la figura de ese hombre. Le agradaba fantasear y hasta soñar con un encuentro romántico y por qué no, intimo.
Ël la trataba como si se conocieran desde hacía mucho más tiempo. Le daba un lugar más allá del que cumplía como camarera.
Una noche, se quedó hasta la hora del cierre y le pidió si podía llevarla hasta su casa. Ella asintió y empezó así una relación apasionada.
Al cabo de seis meses de seducción y encuentros breves pero intensos él le pidió que se mudara a un piso que tenía en una torre en Palermo.
No fue difícil decidirse. La oferta era todo lo que una mujer podía soñar. 
Le compró ropa de marca, zapatos, carteras, perfumes. La convirtió en su muñeca.
Cuando quiso volver trabajar le dijo que eso ya no era necesario. Que él la quería solo para él. Que ya no tendría necesidad. Y que no soportaba la idea de que siguiera expuesta en un lugar donde todos la miraban con deseo.
A ella le pareció bien porque eso le permitiría cumplir con su sueño de estudiar. 
Tenía miedo de planteárselo a Aníbal porque temía que reaccionara como su padre.
Y no se equivocó. La conversación se volvió tensa y luego derivó en una serie de reproches por parte de él.
- ¿Cómo podía pedir más de lo que tenía con todo lo que él había hecho por ella? Pero vos te olvidas acaso de donde viniste. Acaso soñaste alguna vez vivir así como una reina, sin tener que hacer nada. Solo estar dispuesta para mí. Yo te quiero así, hermosa, descansada y dispuesta solo a vivir esta pasión que nos enciende en cada encuentro. Te quiero y quiero que disfrutes conmigo. Anibal era otro hombre.
Analí llevaba ocho meses encerrada. De las compras se encargaba Delia, una señora que venía día por medio y hacía la limpieza y preparaba la comida. Dejaba todo como al señor le gustaba, según decía. Nunca la registró a ella. La lealtad es para el que paga. 
Una mañana de sol, Anali aprovechó que Delia estaba limpiando las habitaciones y bajó a caminar. Todavía tenía el último sueldo completo. Busco una librería y entró a mirar. De pronto supo que leer la ayudaría a soportar las horas vacías, sin Aníbal.
Compro todos los libros que podía cargar y se inquietó por la hora porque tuvo temor de que Delia se hubiera ido. Respiró cuando estuvo adentro de vuelta.
Delia se movía en la casa como si estuviera deshabitada. Cuando se cruzaron, sin mirarla le dijo de pasada – el señor está viniendo para acá-
Cuando Aníbal entró estaba transformado. Sus ojos destilaban una ira desconocida. 
Tras golpear la puerta le dijo a Delia que se fuera. Delia ya conocía estas historias. Se retiró silenciosamente.
Y entonces, empezó a gritar. –Pero como es esto de que has salido, a donde fuiste, seguro que a encontrarte con alguien. Y que son todos estos libros, quien te los regaló. Con quien te acostaste para conseguir todo esto. Puta de mierda. 
Anali sintió que se le estallaba la cabeza con el primer golpe de puño que le rozó el ojo y empezó a sangrar. Trastabillo y cayó al suelo golpeándose la cabeza contra una mesa ratona adornada con piezas de cristal, que explotaron por el aire.
Levantate, no te hagas la víctima. Acá la única víctima soy yo. Yo que te di todo. O acaso no ves, no valoras, te puse en una jaula de cristal y vos como me pagas, acostándote con otros. Por eso nunca te di la llave. Porque yo conozco a las mujeres. Son todas putas, ambiciosas. Nunca les alcanza nada. Levantate te dije. Zorra. No me vas a conmover.
Pero  Anali seguía inmóvil apretando en su mano derecha un libro de poemas.
Furioso Aníbal se acercó para desenmascararla. 
Fue cuando se dio cuenta de que ya no respiraba.
Anali no llegaría a leer nunca los “Últimos poemas de amor” de Paul Eluard.

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